Durante mucho tiempo, no quería cantar porque siempre escuchaba esa voz en mi oído diciéndome: “Cállate, lo haces mal”. A pesar de que Dios me había dado canciones para grabar, cada vez que intentaba hacerlo, me invadía una vergüenza profunda por sentir que no lo hacía bien.
Hoy, mientras escuchaba la prédica sentada, Dios habló a mi vida de una manera increíble. Sentí cómo Él rompía las cadenas de la inseguridad y la vergüenza que me habían atado por tanto tiempo. Ahora sé que mi canto tiene propósito y que es una forma de adorar a Dios sin importar lo que digan esas voces de miedo.